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F​élix Antonio

Félix Antonio nació en la parroquia de El Valle, en Caracas, un lunes 21 de febrero. Era “Modelo ’49”, como decía él. Fue el tercero de los seis hijos que tendrían Celia y Pancho. Aunque era de los mayores, siempre fue de los consentidos de la casa. De pequeño, gritaba todas las mañanas cuando se despertaba: “MI CAFÉ CON LECHE EN PAILAAA”. Celia Justina, en su rol de mamá alcahueta y consentidora que jugó con todos, corría siempre a llevárselo.

 

Años más tarde, Celia notó algo extraño al lavar la ropa. Félix se acercó y le pidió disculpas, y en secreto le confesó que “había noches en las que soñaba con Sofía Loren”, y que no podía evitarlo. Luego de eso, cada vez que Celia en sus labores veía algo fuera de lo común, suspiraba resignada y con ternura y decía: “Ya mi flaco volvió a soñar…”

 

Así creció Félix Antonio, rodeado de familia y amigos que lo consintieron y le sirvieron de cómplices infalibles siempre que los necesitó. Sus hermanos y hermanas comparten un sinfín de cuentos de la infancia donde esto fue evidente. Como cuando se escondía detrás de la peinadora de Lilian para jugar a la radio: una radio imaginaria que ella sintonizaba para escuchar música, en la que Félix Antonio hacía de cantante. Apenas la prendían, arrancaba a cantar el éxito del momento. Si cambiaban de estación, el artista cambiaba súbitamente a otra canción, y si su hermana se aburría y la apagaba, debía hacer silencio. O como cuando hacían carreras de metras en las que él imitaba a Aly Khan –narrador insigne del hipismo venezolano de la época. También llegó a meter a sus hermanas y a él mismo en problemas una vez que Laste, otra fiel cómplice y alcahueta de toda la familia, falló al cantarles la zona cuando Celia los encontró jugando a “El Velorio” –un juego mórbido pero inocente que inventó Félix Antonio en el que él se hacía el muerto y sus hermanas lo lloraban.

 

Ya sea desde el humor, el amor, la música o todas las anteriores, Félix Antonio y sus hermanos generaron cientos de historias que hoy alimentan la familia. Mientras que con Lilian abundan los cuentos de los juegos de la infancia, a Solange (quizás por ser la más pequeña), pareció consentirla desde siempre. A sus 15 años, por ejemplo, le llevó de sorpresa una serenata con 15 mandolinas (él entre ellas), para honrarla en su día. Su hermano José fue, en su rol de hermano mayor, uno de sus grandes ejemplos, y con quien compartió desde siempre la pasión por la música. Con Domingo, los cuentos rondan por el humor, siempre echándose broma entre sí o compitiendo a ver quién se salía con la suya cuando le buscaban la lengua a Pancho. Domingo siempre pareció ganarle en esto último, a lo que Félix Antonio solía refutar con un “Es que Domingo agarró a mi papá cansado.”

 

Su hermano Nelson, sin embargo, fue su llave desde el primer día. “Misipi y Micalo”, se apodaron entre ellos de niños. Desde temprano en el colegio (y algunos dirán que hay anécdotas de adultos también), Nelson salía a proteger a su hermano cada vez que alguien le buscaba pleito. Esto hizo sentir invencible a Félix Antonio en aquel entonces, y ese sentimiento nunca lo abandonó. Esto, y que cada vez que Celia se despedía de él, le consignaba todos los santos que se sabía. “Mamá, pero en el carro no caben tantos santos”, bromeaba acompañando su chiste con un beso y una risa. Y aunque esta sensación de invencibilidad quizás le haya ganado algunos pleitos innecesarios después de viejo, fue gracias a esa protección que su familia le dio y a esa red inquebrantable que tejió el amor en la casa de los Sánchez Villavicencio que Félix Antonio tuvo el impulso y la seguridad para salir a recorrer el mundo.

 

Y así lo hizo. Gracias a una lotería que se ganó, Félix Antonio fue a Puerto Rico muy joven y se convirtió en uno de los primeros de la familia en conocer otro país. La música, sin embargo, fue la que en realidad lo llevó a recorrer el mundo. Desde temprano tomó clases de canto y se unió a grupos vocales, donde hizo amistades que le durarían toda la vida y con quienes se uniría en compadrazgo, apadrinando a las generaciones venideras. Con ellos, viajó por el mundo, cantando y riendo como ley y propósito de vida. Su música conmovió hasta las lágrimas a quienes los escuchaban en los grandes salones de Europa, Asia y América, y también en la intimidad de los hogares que serenateaban en la inocente Venezuela de aquel entonces.

 

Fue allí, en medio de ese contexto de jóvenes llenos de esperanza y de alegría de estar vivos, que Félix Antonio conoció a la Gucha, esa amiga especial con la que las conversaciones no tenían fin, con quien la risa se retroalimentaba y donde siempre había espacio para el refugio. El amor fue natural y evidente para todos. Cuentan que en una gira del Orfeón, mientras Félix hablaba con la Gucha en la barra de algún bar de Europa, se armó un complot en los que alguno de los de siempre le quitó la copa de vino a Félix de la mano, la rotaron para beberla entre todos y se la volvieron a poner entre sus dedos ya vacía –todo sin que se diese cuenta. Y es que Félix estaba tan embelesado hablando con quien fue el amor de su vida, que solo supo de la artimaña luego de que la Gucha y el combo se apiadaron de él al verlo mortificado por haberse bajado la copa sin darse cuenta y le confesaran su maniobra. Tuvo que pasar por un divorcio de un primer matrimonio sin luz y recibir coñazo del novio de la Gucha, pero al final, Félix Antonio logró estar con su amor.

 

Se casaron un 17 de diciembre e hicieron suyas la familia del otro. La Gucha, de repente se vio con una suegra que la quiso y protegió como a su hija desde el primer día, unos cuñados bochincheros, y unos cuantos sobrinos que la asumieron como su tía desde entonces. Félix Antonio, por su parte, añadió a su vida a Luis y a Gisela, unos suegros que le reían los chistes malos, y que en las fiestas le servían otro trago a él y sus amigos para que nunca dejaran de cantar. También sumó a sus cariños más íntimos a unos cuñados que vio crecer y hacer familia en medio de peleas en los almuerzos por las tajadas, y quienes a su vez, terminaron viéndolo y queriéndolo como a un hermano mayor. Félix Antonio encontró en los Alvaray una familia que también, como aquel hogar de su infancia, lo consintió, lo cuidó, y le rio sus gracias desde aquel diciembre y hasta el final.

 

Un jueves 9 de abril, llegó César Alberto a sus vidas y los hizo papás. A Félix y la Gucha, sin embargo, no pareció preocuparles todos los cambios y nuevos retos que trae un hijo a unos padres primerizos. Tampoco les importó que el niño comiera más que un remordimiento o que una lima nueva. Su preocupación más grande era que su hijo tuviera oído musical. Había algo de orgullo en ello, pero en realidad se trataba de una especie de conjuro inconsciente con el que buscaban garantizar a su hijo el amor y las alegrías que la música les había regalado a ellos. Era su propia versión de un manto protector. Afortunadamente y para su alivio, tanto César Alberto como Juan Félix (su segundo) heredaron el tan anhelado oído. Ambos estudiaron música de pequeños y jugaron con ella. César, por ejemplo, pedía que le tocaran cualquier nota en el piano para que él adivinara de cuál se trataba. Su récord de acierto fue impresionante. Juan Félix, por su parte y sin darse cuenta, acostumbró a sus padres y tíos Nelson y Myriam (vecinos de la Planta Baja) a escucharlo cantar a todo gañote en la ducha, mientras imitaba a Pavarotti. Aunque ni César ni Juan se dedicaron a la música , la semilla estaba sembrada y la protección los seguiría.

 

César y Juan fueron creciendo, y Félix Antonio disfrutó cada una de sus etapas. De pequeños, los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo eran un clásico antes de dormir. Un día, sin embargo, aburrido de siempre lo mismo y queriendo hacer reír a sus hijos, comenzó a inventarle partes al cuento y añadir frases como “y entonces Tío Tigre se tiró un pe’o”. Hoy, en alguna caja en Bello Monte donde hicieron hogar, están guardadas notas de voz (que en aquella época se grababan en casetes) de César muerto de risa en Inglaterra contándole a sus abuelos, tíos y primos en Venezuela lo grosero que se habían vuelto Tío Tigre y Tío Conejo. Félix le concedió a sus hijos la indulgencia, el consentimiento y el amor que él mismo recibió en su vida. Conoció a sus amigos y se rio con ellos. Adoró a sus novias y se las ganó con chistes malos y sacándolas a bailar en las fiestas. Las idas al estadio se hicieron tradición entre Félix y sus dos hijos, y hoy en día, en una caja hecha a la medida y con una nota sobre el momento, César guarda con nostalgia y amor la pelota que aquel día de pequeño atrapó en el estadio con su papá.

 

Félix enseñó a sus hijos a montar bicicleta en Los Próceres y a atrapar la pelota en Los Caobos. Los llevó a las prácticas y juegos de béisbol y fútbol, y los iba a buscar a la escuela de música. Uno de sus cuentos favoritos siempre fue cuando se encontró a su amigo Héctor López, profesor de música de la escuela de César y Juan, en un bar de La Candelaria. Éste le contó que esa semana, mientras se despedía de un colega a las afueras de la escuela y se disponía a tomar el autobús, se le acercó un niño que lo tocó por el codo y le dijo sin introducción alguna: “Epa. Tú eres amigo de mi papá, ¿verdad?”. Héctor, al ver el parecido con su compadre, le dijo “¡Epa chamo! Tú eres el hijo de Félix Antonio, ¿no? ¡Claro!”. A lo que el niño le respondió sin perder el tiempo: “Bríndame un helado ahí, pues.” Y es que aparentemente, Juan Félix, quien estaba esperando en el patio que su papá lo fuese a buscar, notó que éste no llegaba y que el heladero ya se iba, por lo que buscó resolver su angustia con la primera cara familiar que encontró. “¡Me dejó sin el pasaje!”, contaba Héctor a sus amigos con lágrimas de risa en la cara. Félix siempre se reía cuando rememoraba esta anécdota, y le recordaba a Juan (ya de 32 años) que todavía le debía a Héctor un helado y su pasaje.

 

La aventura que comenzó para un Félix joven con la lotería de un viaje, fue en realidad un presagio de su vida. La suerte lo acompañó durante todas sus etapas, y a sus 73 años, le volvió a tocar la puerta con la llegada de su nieta, Mila Margarita. El amor, la ternura y la ilusión habrían renovado su rostro dentro del corazón de un Félix Antonio experimentado, quien desde entonces y hasta el final solo tendría ojos para su chinita. 

 

A la par de que hizo música y familia, Félix Antonio fue también Profesor de Biología de bachillerato antes de que conociera su otra gran pasión: la psicoterapia. De la mano de Perls, Maslow, Fromm, Satir y otros grandes de la Psicología, el Licenciado descubrió que el mundo, además de por fuera, se podía explorar por dentro. Comenzó así su proceso, pero no fue sino hasta más tarde que se dio cuenta de la valentía que tuvo al meterse de lleno en este mundo. Se enfrentó a sus demonios y navegó sus aguas turbias. Las lágrimas del camino desempañaron su visor y lo ayudaron a alcanzar la orilla donde encontraría la calma, el consuelo y el descanso que tanto anhelaba. Atravesó varias veces ese bosque interno, denso, a veces familiar y otras veces extraño, y salió más sabio cada vez. Se acostumbró a apreciar la paz de su mar luego de la tormenta, a disfrutar de la luz clara que le aguardaba al otro lado del bosque, a asumir los aprendizajes que le quedarían al salir (por citar a Perls) de su tarro de basura.

 

Su pasión por el crecimiento se hizo tal que dedicó el resto de sus días a acompañar a todo el que llegaba a su consultorio en búsqueda de esa luz. Los ayudó a encontrar esa voz amiga dentro de ellos que les serviría de compás en sus tormentas. Lo hizo con pacientes, con alumnos, con amigos y con familia. Hizo uso de su empatía innata, de su sensibilidad y volcó su bondad infinita en esta tarea por más de 30 años.

 

Félix Antonio fue de tez india, como su abuela Felipa, y de facciones finas, como Celia. De Pancho, cuentan que heredó su carácter. Su contextura fue delgada, como una pantera, y su voz amigable siempre. Su sonrisa fue amplia y sincera, y su risa, contagiosa. El jean de vestir, los zapatos Clarks y la camisa de botones manga corta se intercambiaron con los New Balance, el mono de hacer ejercicio y el suéter de lana tejido. Disfrutaba de los halagos, hablaba francés perfecto y se perfumaba con Paco Rabanne Pour Homme y con Davidoff Cool Water –sus favoritos. Fue muequero, enamoradizo, y cuando recibía ayuda, fue penoso, muy agradecido y a veces orgulloso. Jugaba a calcularle la edad a la gente con solo ver los pliegues de sus codos, y gozó con las series de detectives y los chistes de siempre de Mr. Bean y El Chavo. Fue maniático de su higiene dental y de no enfermarse (y si lo hacía, se arrechaba). Tuvo una pick-up azul y le dio la cola a todo el mundo. Con frecuencia contó orgulloso sobre aquella vez que los ingleses le aplaudieron al verlo estacionarse en un puesto aparentemente imposible. Félix Antonio fue solidario y muy leal. También fue necio, terco y peleón. Le reclamaba a los vecinos que hacían bulla y que no lo dejaban dormir. Se hizo pana de quienes le servían el café todas las mañanas en la panadería y de los mesoneros de sus bares preferidos. Cantó tangos. Cantó boleros. Y lloró conmovido con películas, melodías, y con muestras de amor sinceras. 

 

Hoy, Félix Antonio descansa en Caracas junto a Celia y su cuñado Enrique. Su muerte tomó de sorpresa a todos y sacudió el mundo que lo rodeaba. Familiares y amigos viajaron hasta Caracas, muchas veces con ayuda, para poder despedirse. Viejas amistades que el tiempo había separado o roto, se reunieron en honor a él. Recuerdos y tributos de su Naranjo en Flor, de su Último Café, de su Melodía de Arrabal y de sus Olas y Arenas fueron y vinieron ese día, y aparecen de repente desde entonces. De pronto, se vieron todos con los corazones rotos y sin la escucha ni la mirada solidaria que los curaba. El amor que a él le daban y que de pronto se quedó sin destino, está desde ese 8 de abril fluyendo en espirales por el mundo, encontrando nuevos caminos a través de fotos, canciones y videos que traen a Félix al presente y que consuelan el dolor de su vacío.

 

A un año de su partida, recordar a Félix Antonio es recordar lo bondadosa que puede ser la vida cuando te entregas por completo a ella. Él lo hizo con la música, con la psicología, con sus familiares y con sus amigos, y su fortuna fue infinita. Su vela se apagó en un segundo y dejó la sensación de que pudo durar más. Pero como sentenció años antes de su partida mientras reflexionaba con su hijo sobre el miedo a la muerte: “al final, hijo, solo muere quien vivió.”

Más fotos (próximamente)

Cuentos escritos y hablados

Algunos cuentos, recuerdos, anécdotas y palabras de dedicadas a Félix Antonio de parte de su familia y amigos.

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César

Desde que tengo memoria, siempre ha estado mi papá. 

 

Uno de los recuerdos más tempranos que conservo de mi niñez es el de la primera vez que me llevó al estadio. Tenía yo unos 4 años. 

- ¿Cómo se juega? ¿Cómo se hace puntos? ¿Quién gana?

- …(explicación del béisbol)

- ¿A quién le vas tú?

- A los Leones del Caracas

- ¿Esos son los blancos o los azules?

- Los blancos

- Entonces yo le voy a los azules

- Chévere, hijo. Le vas a los Cardenales.

Así de básico fue que mi primer equipo fueron los Cardenales de Lara, antes de entender mejor todo y elegir a los Leones del Caracas. Solo fue llevarle la contraria a mi papá. Me gustaba llevarle la contraria. Era divertido.

 

En algún punto del juego, antes de quedarme dormido (a esa edad uno aguanta unos 4 innings más o menos), una pelota de foul traspasó la malla que protegía al público…y mi papá agarró esa pelota. Todo un hito. Mi papá logró que nos llevásemos un ‘souvenir’ de mi primera vez en el estadio, no porque lo había comprado, sino porque se lo había ganado. Era mi héroe.

 

Esa pelota la busqué y la encontré ahora, golpeada por los años y por la cantidad de veces que mi papá, mi hermano y yo jugamos con ella. 

 

Ahora es un tesoro que guardaré siempre. Me recuerda a mi papá. A su dedicación a sus hijos. Me recuerda a todos los entrenamientos y juegos que me llevó, a que no se perdió ni uno de mis juegos a pesar de que yo era malísimo. A que los sábados salíamos a jugar con él y los domingos íbamos al Teatro Teresa Carreño a ver el concierto de la Orquesta Filarmónica de Caracas o la Orquesta Sinfónica de Venezuela, quien fuera que tocase ese domingo. 

 

Mi papá me llevaba todas las mañanas al colegio y soportaba la tortura que yo le imponía al poner la música “de moda”. Que si “merengue hip hop”, “changa”, rock pesado y, luego, los precursores del reguetón. Normalmente su respuesta era un sarcástico “qué bella esa música”, “¿En serio la letra es ‘la chica quiere chorizo’? Eso es pura poesía”. En el camino, hablábamos. Siempre me animaba a hacerlo mejor en los estudios, a buscar una manera más amena de estudiar si me aburría o simplemente me escuchaba cómo había ganado o perdido unas barajitas del álbum del mundial jugando “pareíta”. Cuando yo estaba más grande, también incluyó en nuestros temas de conversación preguntas sobre si me gustaba alguna chica y aprovechaba para contarme cómo hacía él para robar besos en su adolescencia.

 

Hablando de mi papá podría extenderme mucho. Son infinidades las vivencias con él. Sus enseñanzas, los viajes juntos, la música, el béisbol, los desamores juveniles de los que me enseñó a reponerme, su manera de tomar con humor incluso las situaciones más desagradables, y un sinfín de cosas. 

 

Quisiera decirte, papá, que te extraño mucho. Aún no me cabe en la cabeza que más nunca nos vamos a abrazar. Trato de no pensar en eso y de vivir un día a la vez porque si no, es imposible. 

 

Me quedan los recuerdos, tu amor y tus enseñanzas, entre las que estaban la superación del duelo. Te mantendré vivo y le hablaré de ti a tu nieta, así como tú me transmitiste tu memoria de tu papá a través de tus cuentos. Te llevo y siempre te llevaré conmigo. 

 

César.

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Juan Félix

Siempre supe que algún día me tocaría escribir estas líneas. Ha pasado un año desde que recibiste aquel llamado que te elevó, y todavía “llega tu recuerdo en torbellino” y pone todo de cabeza. “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento”, nos cantabas una y otra vez. Quizás esa fue tu fórmula.

Hoy me atrevo a recordar desde un nuevo país, al cual me ayudaste a llegar, y aprovecho este nuevo abril para honrarte, papá. Quizás te moleste que haya expuesto tus sueños preadolescentes con Sofía Loren, o que haya publicado alguna foto sin tu aprobación. Pero verás, quisimos recordarte en toda tu magnitud: desde tus peleas con “los abusadores que se comen la luz”, hasta tus serenatas con las que enamorabas a todo tu entorno; desde todo el trabajo personal que hiciste para llegar a ser el psicoterapeuta referencia que fuiste, hasta tu flojera por “cocinarte” un sánduche; desde tu amor por el arte y la música, a tu odio por el karaoke (el cual heredé), el reggaetón y el tecno-merengue de los ’90. Y es que dependiendo del tema en discusión, adquirías un carácter fuerte con valores inquebrantables de rectitud y responsabilidad; mientras que en otros casos, te permitías cierta indulgencia. “La situación marca la pauta”, solías decirle a todos los que veías muy rígidos y que quizás necesitaban de esa indulgencia con ellos mismos. Cuánta sabiduría.

 

Escribiendo esto, he estado recordando cómo nos enseñaste a despedirnos de la gente y de las cosas materiales. Si por alguna razón se caía la llamada mientras nos despedíamos, volvías a llamar para despedirnos bien. Cuando decidí emigrar, sabías de la importancia del paso que daba y antes de llevarme al aeropuerto, repetiste una rutina que tenías con nosotros de pequeños siempre que nos íbamos de algún sitio. Adaptaste la versión a mi adultez con tu mano sobre mi hombro, pero imprimiste el mismo amor y ternura de aquel entonces, cuando nos agarrabas de la mano o nos cargabas para decir: “chao, casa”, “chao, árbol”, “chao, jardín”, “chao, playa”…

 

Irónicamente, te fuiste de repente, papá, sin poder despedirte. No puedo levantar el teléfono para llamarte y decir adiós bien, pero escribo estas líneas en honor a nuestro ritual de despedida y en honor a todo lo que nos enseñaste para sanar. Hoy te digo “chao, papá”, y te agradezco por tanto amor, protección, risas y enseñanzas. Pensaré en ti cada vez que vea el béisbol, y cuidaré del bienestar de la Sociedad de Chistes Malos en la familia. Te recordaré con boleros de Alfredo Sadel o Benny Moré, con tangos de Goyeneche y con bachatas de Juan Luis. Como tú, seguiré conociendo el mundo y volveré a casa para recargarme cada vez que lo necesite. Le hablaré a Mila y a los demás nietos y nietas venideros sobre ti, y les echaré tus chistes más clásicos. Seguiré cuidando de mi familia y amigos, y reiré con ellos cada vez que pueda, como lo hiciste tú con los tuyos.

 

Estoy seguro de que estás bien, papá, y que nos ves con una sonrisa. Por aquí mantendremos una cada vez que te recordemos.

 

Te amo siempre.

 

Juanciño

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¡Gracias a todos!

Gracias a todos los amigos y familiares que nos ayudaron con fotos, cuentos, videos, audios y demás material. Seguimos recibiendo lo que nos quieran enviar para mantener vivo el recuerdo de Félix Antonio.

Con cariño,

​César, Juan y La Gucha

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